Eterno Espartaco

lunes, 5 de diciembre de 2016

Eterno Espartaco

Kirk Douglas
"No quiero ser un don nadie toda la vida. Quiero que la gente me llame Señor". Kirk Douglas, en la piel del boxeador Midge, escupe la frase en El ídolo de barro (1949). No es tanto hipérbole, que también, como simple dolor. Años antes de que Scorsese canonizara la imagen del púgil hundido por el peso de su propia sangre, Mark Robson entregó al actor de Amsterdam (Nueva York) un papel con el aspecto de una cicatriz. Pocas veces una frase sonó en la pantalla de forma más cruda, más real, más enferma. Con la rabia que sólo da una biografía a la altura.

Les supongo informados, el próximo viernes el hombre nacido como Issur Danielovitch con un taladro en el mentón cumplirá 100 años, un siglo perfecto desde la pobreza más absoluta hasta la perfección del tótem. Hay tantos Kirk Douglas como espectadores han soñado con él, se han enamorado de él y, sobre todo, han sufrido con él. Porque básicamente su filmografía se alimenta de la desesperación. Como su propia vida. Se trata del último testigo de un tiempo extraño donde los ídolos no eran ya seres perfectos sino todo lo contrario; estrellas demediadas y marcadas por un pasado de ira y barro. Al lado de él, Montgomery Clift, Burt Lancaster, Richard Widmark, Glenn Ford y, apurando, hasta Marlon Brando. Todos, unos tipos tan rocosos por fuera como frágiles por dentro. Todos, hijos de un tiempo que se despertaba de la Segunda Guerra Mundial a una nueva era de incertidumbre. Todos ya muertos. Menos él, el Señor Douglas. El último hombre en pie.

Repasar su biografía, en parte, no es más que un ejercicio pautado de contabilidad. Por cada golpe, una herida. Por cada sueño, una pedrada. Su familia, de sobra conocido y repetido, era pobre, de los pobres solemnes. Su primera autobiografía (vendrán más y cada vez un poquito más tramposas, todo sea dicho) lo dejaba claro desde el título: El hijo de un trapero. Allí contaba cómo su familia judía en un barrio antisemita, como casi todos, vio en la inteligencia despierta del chaval la única posibilidad de huida. Porque, en efecto, Douglas nació con una sola idea: huir. La escuela rabínica parecía su destino natural. Pero... "Quería ser actor", dice, "...mi madre me hizo un delantal negro e interpreté a un zapatero en una obra del colegio. Mi padre, que jamás se interesó por mí, me vio desde bambalinas sin que yo lo supiera. Tras la obra me dio mi único Oscar: un helado".

Digamos que ése sería su primer golpe desde la lona, desde un lugar más profundo quizá que simplemente las tripas. Vendrían más que le harán más duro. "Mi motor siempre ha sido la furia", dijo en una ocasión. Y lo que vale para la vida vale para el cine. Repasar la parte más brillante de su filmografía, la que va desde mediados de los 40 a los 60, no es otra cosa que un paseo por los cristales rotos de unos personajes fundamentalmente violentos e íntimamente idénticos al propio Kirk. Siempre sangrando.

Cuando, tras su primer secundario al lado de Barbara Stanwyck en El extraño amor de Martha Ivers, el poderoso productor Hal Wallis (el hombre de Casablanca) le propusiera un contrato por siete películas, él lo rechazó. Pero no lo hizo con un simple "no". "Me amenazó con dejarme a un lado. ¡Que te den por culo! Me arranqué la lanza del costado", recuerda en Yo soy Espartaco. Digamos que éste podría contar como su segundo y siempre desesperado uppercut. Desde más abajo incluso de la lona.


Su convencimiento, o simple chulería, como se quiera, le hizo vagar los siguientes tres años en calidad de segundón, que no secundario, por producciones, eso sí, tan notables como Retorno al pasado o Carta a tres esposas. "Tony [Curtis] contó una vez a un periodista que yo era como una pantera con una lanza clavada en el costado, con los músculos tensos, acechando el plató. En aquellos tiempos era cierto", escribe. Y así hasta llegar a su siguiente, y van tres, gran golpe. Éste el más espectacular de todos ellos.

En 1949 llegó la que parecía su gran oportunidad para establecerse definitivamente como uno más entre el gran pelotón de actores que pululaban por Hollywood. Junto a Gregory Peck y Ava Gardner, la Metro le ofrecía, a cambio de mucho dinero y tranquilidad para siempre, trabajar en El gran pecador. Y, de nuevo, el Douglas rebelde se hizo notar. Rehusó la oferta a cambio de protagonizar una película de bajo presupuesto a las órdenes de Mark Robson. El ídolo de barro, de ella se trata, le valió su primera de las tres nominaciones al Oscar.

El músico, a imagen de Bix Beiderbecke, enamorado y, por ello condenado, de la mujer a la que da vida Lauren Bacall en El trompetista (Michael Curtiz, 1950); el reportero sensacionalista de El gran carnaval (Billy Wilder, 1951) -el más brutal retrato del periodismo y la sociedad americana del que nadie ha sido capaz-; el policía corrupto en Brigada 21 (William Wyler, 1951); el productor de cine desaprensivo y voraz en Cautivos del mal (Vincente Minnelli, 1952) -la más descarnada radiografía de la mentira de Hollywood- o la tumultuosa encarnación del sufrimiento en la piel de Van Gogh en El loco del pelo rojo (V. Minnelli, 1956) son sólo los más destacados ejemplos de una carrera en la que cada personaje bebe de la agonía del actor.

Y así hasta llegar el año (1955, para ser precisos) en el que Kirk Douglas toma definitivamente las riendas de su carrera y de su vida. Sin duda, el K.O. técnico a su destino que siempre buscó. Es entonces cuando funda su propia productora, Bryna Productions, que toma el nombre de su madre. No es el primer actor que se atrevía. Ya antes, su gran amigo Burt Lancaster hizo otro tanto. Era el momento. El poder omnímodo de las grandes productoras se resquebrajaba merced a la sentencia antitrust contra la Paramount en 1947. Además, a las estrellas les salía más rentable comprometerse con las producciones y pagar el 52% antes que el 75% o el 92% de sus ingresos si no lo hacían. Si a todo ello le sumamos la competencia de la televisión como nuevo patrón oro del entretenimiento o las cada vez más claudicantes leyes de censura o la competencia de las producciones europeas, el resultado es que el futuro parecía diseñado para gente tan herida e iracunda como Douglas.

Entre 1955 y 1986, Bryna produjo 18 películas. Entre ellas, algunos de los títulos que forjarían la leyenda del hombre que en unos días será ya superhombre. Para siempre. Pacto de honor (André de Toth, 1955) fue la primera película pensada, producida y protagonizada por Douglas. Luego, entre otras, vendrían Senderos de gloria (Stanley Kubrick, 1957), Los vikingos (Richard Fleischer, 1958), Los valientes andan solos (David Miller, 1962) o, por encima de todas ellas, Espartaco (Stanley Kubrick, 1960).

La película sobre la novela de Howard Fast adaptada por Dalton Trumbo significó, como se esfuerza en demostrar en su último libro de memorias, el fin de las listas negras de Hollywood. O quizá no tanto como pretende el autor. Pero tampoco quitemos brillo al mito. Y menos ahora. Sea como sea, ahí quedó, en los títulos de crédito, el nombre del por siempre maldito y genial Trumbo para la posteridad. Por fin, el hombre, el más célebre de los llamados 10 de Hollywood que se negaron a testificar en 1947 en los famosos juicios del maccarthysmo, recuperaba la visibilidad y, ya puestos, la honra. Detrás quedaba la cárcel, el exilio y la más flagrante injusticia que vio Hollywood. De nuevo, la imagen del luchador que Douglas había hecho suya como motivo de vida y de obra se imponía.

"Un espíritu revolucionario recorre el planeta", escribe en sus memorias como apología y resumen de lo que fue para él la cinta que, por cierto, tanto llegó a despreciar su director. "¿Es contagioso? Nos sorprende ver en ciudades estadounidenses a multitudes expresándose al unísono y poniendo en cuestión una estructura de poder que parece inexpugnable. Eso es lo que hizo Espartaco. Y decenas de millares unieron su voz a la suya. Juntos, todos eran Espartaco". Pues eso. Douglas, el último hombre.

Fuente: El Mundo

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